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La Boda Eterna

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Sabía que era el día de mi boda. El salón no era donde realmente nos casamos, pero no lo cuestioné. Ya había estado aquí antes, muchas veces, cada vez un poco distinto, más despierto.

Ella estaba frente a mí, mi esposa, la madre de mis hijos, la mujer que hoy duerme a mi lado, pero aún no era ninguna de esas cosas. Esto no era un recuerdo, era otra situación. Una visita, tal vez, una elección revivida. Yo hablaba desde el después, mientras ella todavía estaba en el antes.

Me acerqué —no para besarla, no para prometer— sino para hablar. Había algo que no había dicho entonces, no conocía su fuerza ni las formas en que la vida le pediría entregarse y levantarse, una y otra vez. Primero le hablé de la belleza: los hijos, brillantes, completos, llenos de fuego. La manera en que los acunaría, les cantaría medio dormida, los criaría para vivir con dulzura y propósito, cómo sus alegrías se volverían suyas.

Luego le hablé del costo: que perdería el rastro de sí misma; extrañaría el silencio y el sueño; su nombre se diría cien veces al día y, aun así, a veces se sentiría invisible; el amor real —el que se gana cada día— exige más de lo que uno cree poder dar. “Si me eliges, tendrás una familia hermosa —le dije—. Pero habrá días en que te preguntes dónde quedaste tú”.

—¿Vale la pena? —cuestionó.

Le hablé de nuestras hijas imitándola al alistarse; de nuestro hijo corriendo a sus brazos cada vez que volviera del trabajo; de las conversaciones nocturnas y las miradas silenciosas sobre cenas cansadas; de un mundo más pesado, y de cómo ella lo sostendría, un pequeño acto de amor a la vez. “Algunos días olvidarás quién eres —añadí—. Pero conocerás una versión de ti misma que nunca imaginaste. No puedo prometerte una vida fácil. Puedo prometerte sentido”.

El velo se movió; sentí que el tiempo contenía la respiración.

—No quiero desaparecer —dijo.

—No lo harás. A veces solo te desdibujarás.

—¿Y nosotros? ¿Estaremos bien?

—No será fácil. Estaremos bien porque nos elegimos, aun cansados, aun cuando lo olvidemos por un tiempo, aun cuando no tenga sentido hacerlo. Especialmente entonces.

—¿Seguiré siendo yo?

—Sí. Pero no la misma. En algunos sentidos, más tú que nunca.

Era hora. Yo la seguí, no como novio, sino como el hombre que vino del futuro para decirle: El amor te lo pedirá todo, y tú lo darás, y serás magnífica. Y, mientras el sueño se disolvía, susurré: Y espero —si alguna vez te encuentro en alguna versión lejana de nuestro día de bodas— que me dejes estar a tu lado una vez más.

Sergio André
Psicólogo, Universidad Santo Tomás 2001, Bogotá- Colombia
Educador certificado de Enseñanza Profesional, Florida
Ganador “Premio a la Excelencia en Educación”, Mes de la Herencia Hispana, otorgado en 2012 por el gobernador Rick Scott.